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Nos hablaron de un campamento que estaba de camino a Atenas, a 50 kilómetros. Aprovechamos que nos pillaba de paso para hacer una parada. En seguida vislumbramos un vieja fábrica y muchas tiendas de campaña. Al pasar preguntamos por los voluntarios pero, al ser domingo por la tarde, no estaban.
Nos atendió un joven refugiado afgano que a su vez colabora como voluntario. Nos llevó a su hogar que estaba en la fábrica, en una de las numerosas dependencias sin puerta (con una cortina en su lugar) y con unos muros que al no llegar al techo dejaban pasar la luz y el ruido. Sin embargo tenían el suelo de la habitación cubierto de mantas y juguetes que daban un aspecto armonioso. Un bebé de unos dos años dormía y otra de un año jugaba y captaba nuestra atención. Nos sentamos en el suelo del improvisado hogar y su mujer, también joven y de gran belleza, sacó vasos y una botella de agua fresca; poco después nos enteramos de que nos ofrecieron lo poco que tenían, un tesoro en ese lugar. En ese campo, en el que viven 700 personas, tienen problemas con el agua y no hay suficiente. No entendemos por qué en Termópilas, donde hay agua corriente potable y fresca, se suministran botellas de agua y en este otro que escasea no se distribuye agua con la frecuencia necesaria.
Después el mismo Abdu nos enseñó el lugar. Me llamó la atención ver a los niños jugando en una zanja; en medio de ese lugar y a pesar de todo, siguen siendo niños y ejerciendo su capacidad y derecho a jugar. Llegamos a la escuela que ha sido construida por AramandoAid, una ONG de Reino Unido. Las instalaciones eran muy bonitas con diferentes y pequeñas clases decoradas y coloridas. Había incluso una guardería para los bebés y una habitación para las mamás que acaban de dar a luz. Se acercó un profesor, un refugiado que cuando vivía en su ciudad se dedicaba a la docencia, y nos enseñó el huerto escolar. Me maravilla que en ese entorno tan desfavorecedor apuesten por la educación, bienestar y formación de los más pequeños. He ahí una preciosa y valiosa semilla en medio de un terreno árido.
Seguimos caminando y conociendo el lugar. Había contenedores que rebosaban basura; puedes imaginarte la suciedad y el mal olor que desprendían. Nos contaron que solo lo recogen dos veces por semana. También nos enseñaron una cocina donde se veían a las mujeres muy activas. En ese campo también suministra la comida el gobierno y es igual de mala. Ante eso es mejor tener una alternativa.
Nos despedimos de nuestro anfitrión con mucho agradecimiento. Caía la tarde y ante una tienda de campaña un hombre discapacitado tocaba con arte la darbuka. De esta forma nos despedíamos de Oinofyta, el campamento donde faltaba algo tan básico como el agua que apostaba por algo tan primordial como la educación.
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